martes, 10 de mayo de 2016

Mar del Norte. En mi memoria

Cuando llegué al extremo del muelle en Whitby, vi el mar quieto e imaginé cómo sería durante la marea alta o la tormenta. Ver el mar vivo, verlo realmente vivo, y no sentir miedo (estar en medio de la tempestad y sentir fascinación). Después bajamos y caminamos sobre la arena.

Para leer la segunda parte del post, da clic aquí.

Nadie estaba dentro del mar, si acaso alguien se mojaba los pies o un perro emocionado corría hacia el agua, pero sólo unos instantes porque el frío los regresaba a tierra. Todos estábamos cubiertos con abrigo y algunos (como yo) hasta con bufanda, (para leer más sobre el clima británico, da clic aquí).


La promesa de vivir en una casa cerca de la playa.

Regresé a México y unos amigos me preguntaron que me había gustado más del viaje. Además de ver a mi familia y amigos, les dije que Whitby. Les contaba emocionada ese pequeño viaje, cuando vi sus caras de incomprensión. Terminé mi relato y sólo me dijeron: ¿pero no te puedes meter a ese mar? No, no siempre te puedes meter a todos los mares. Me entristeció un poco que no compartieran mi emoción y que sólo vean la playa de esa forma. 

Cuando caminamos un poco sobre la arena de Whitby y vi la costa extenderse hasta donde la neblina me lo permitió, me hice la promesa de regresar un día a esa playa y caminarla con alguien. "Come back, come back", un deseo que le pide Cecilia a Robbie.

Además de la comunidad de amantes (como diría Blanchot) en Atonement, me deja perpleja otro aspecto: el perdón que busca la escritora o, más bien, la reparación que quiere hacer antes de perder la mente, la expiación.

Una de las razones principales por las que empecé a escribir desde niña fue el miedo a perder la memoria, aunque entonces no lo llamaba así, sólo pensaba: quiero recordar esto, aunque el recuerdo no siempre sea placentero. Luego empecé a buscar una forma de justificar los secretos, pero no perdonar la avaricia y la traición de los lazos familiares.

La memoria es todo lo que tiene un escritor, algo así dice Briony Tallis, quien cuenta la historia. Desde hace unos meses asisto al seminario de ciencias cognitivas del Centro Lombardo Toledano, ahora estamos leyendo The Man Who Wasn't There: Investigations into the Strange New Science of the Self, de Anil Ananthaswamy. El capítulo dos justo habla de la pérdida de memoria y su papel en nuestra búsqueda de quiénes somos, en cómo construimos nuestro self.

Como una aparición en mi memoria.

La playa con frío, leer Atonement y no perder la memoria, los sucesos que coincidieron antes de que cumpla 32 años.

lunes, 9 de mayo de 2016

Mar del Norte. Playa de Whitby

Me dijeron que Whitby era la costa, que había playa. Llegamos y vi un canal y muchas gaviotas, signos inconfundibles de la entrada y salida al mar. Caminamos por el muelle y desde ahí vimos las ruinas de la abadía, situada en la parte más alta del acantilado.

Para ver una foto y leer la primera parte del post, da clic aquí.

Con esa luz de inicio de primavera en Inglaterra, que ilumina pero mantiene los tonos azules y grisáceos, no me extraña que Bram Stoker escribiera aquí Drácula. Esto atrae a personas vampirescas y familias darks: abuela, padres e hijo vestidos de negro pero comiendo helado porque a 8º qué frío pueden sentir.


Inspiración para Drácula.

Recorrimos el muelle hasta que de repente lo vi: el Mar del Norte. No estaba preparada para nuestro encuentro. Seguimos caminando hasta que el muelle lo permitió, el faro lo estaban arreglando, pero debido a que no era temporada de tormentas, pudimos llegar hasta el extremo para estar frente a ese mar frío.

Ver el Mar del Norte ha sido de los mejores sucesos de esta norteña vida mía. También vi, entre neblina, los acantilados de la isla británica. Aunque he conocido algo de la naturaleza británica (para leer más al respecto, da clic aquí), siempre los quise ver, espero que nuestro siguiente encuentro sea con una atmósfera más clara. 

Pude ver esos cortes en la tierra, como si las montañas se partieran finamente en dos para ser separadas para siempre. Dice mi hermano que cuando viajas de Francia a Inglaterra en ferry es lo primero que ves conforme te acercas a la isla. Una bienvenida británica.

El Mar del Norte.

Para leer la tercera parte del post, da clic aquí.

domingo, 8 de mayo de 2016

Mar del Norte. Novela de Atonement

Llevaba meses leyendo Atonement, de Ian McEwan. Mi arrogancia de leerlo en inglés se convirtió en pena, pues me detuve más veces de lo planeado para consultar el diccionario.

La historia siempre me fascinó: afirmar una mentira y vivir su tormento. Hay una escena o, mejor dicho, una promesa en la historia: vivir en una casa cerca de la playa. Un happy ending, como canta Pulp.

No he visitado muchas, pero en las playas que conozco siempre hace calor, sin importar la época del año. Si acaso el agua es fría en los meses de otoño e invierno (o como dicen en Matamoros: en los meses que tienen m no hay que meterse al mar porque está frío y bravo), pero se puede andar en traje de baño.

La curiosidad de conocer una playa de frío, como la del final feliz de los amantes, creció. Me parecía más exótico ir a una playa donde la gente esté tapada que a una supuesta playa virgen.

Hace poco visité a mi hermano en Manchester, (para leer más al respecto, da clic aquí). Bless his heart, mis visitas están más del lado de la sorpresa que de las planeadas. Él y su novia C nos llevaron a un lugar del que nunca había escuchado: Whitby

No sabía nada de ese lugar, hasta la pronunciación me parecía rara. En el camino, me enteré que la ciudad se puede recorrer en un día y, después de ver los letreros en la autopista, que está al Norte.

El camino siempre me lleva al Norte.

Atravesamos la isla, casi de extremo a extremo, y sí, vimos más ovejas que personas. También vi los árboles que empezaban a hacer la transición de invierno a primavera, los botones comenzaban a aparecer, otros ya estaban abriendo, las ramas ya no se veían tan solitarias.

El fenómeno que más me llamó la atención, pues por mi triste condición de citadina nunca lo había visto, fue como una enredadera empieza a invadir el tronco del árbol, hojas empiezan a poblar los troncos desde el nivel de la tierra hasta lo más alto. Esos árboles son un monstruo verde.

Whitby.

Para leer la segunda parte del post, da clic aquí.

viernes, 4 de marzo de 2016

Algodón en la frontera. Decadencia

Con el desperdicio de las semillas y cáscaras se hacían montañas. Las subían, Y, su hermano y primos, gracias a los costales colocados a un lado. Una vez en la cima, descendían como si fuera una resbaladilla. ¿No les daba miedo? “No, las cáscaras son como una almohada, te hundías como en una nube para salir de ella y subir de nuevo a la montaña”.

(La primera parte del post la puedes leer aquí).

Ese esplendor del algodón Y lo recuerda con alegría. Además de la resbaladilla en la montaña de semillas, anduvieron en bici y patín del diablo, corretearon vacas, treparon y se columpiaron de los árboles. Desde la ventana de su cuarto, Y vio cómo la gallina defendía a sus pollos cada vez que un gavilán se acercaba, vio hasta que el abuelo construyó un gallinero. 

También, ella y los otros niños, saltaban la tímida barda de púas para ingresar al terreno de al lado, donde jugaban baseball los trabajadores de una compañía del gobierno. Cuando Y me cuenta esto, se ríe, se divirtió mucho en ese preciso momento de su infancia. Después vino el abrupto paso a la realidad adulta.

Lo último bueno que Y recuerda es el nacimiento de M, la menor de todos. Después de la llegada de su hermana, no recuerda nada hasta el divorcio de sus papás: “dicen que no te acuerdas de lo malo, que lo bloqueas”, tal vez eso le pasó. Sólo recuerda las peleas de los abuelos cuando le pregunto expresamente por eso o cuando una situación presente similar le activa esos recuerdos.

Las pacas descansaban en la extensa banqueta, ahí esperaban a que un camión llegara por ellas y las llevara lejos, a Estados Unidos, a veces Europa. La algodonera era de Algodones Universales. El dueño era Benito Longoria, un tejano muy alto. El abuelo era su asistente, hacía de todo, desde chofer hasta depositar el dinero en el banco. Guardaba el dinero en bolsas de papel kraft y cruzaba el puente.

Río Bravo o Río Grande.

Abuelo fue una persona de la frontera que nunca quiso sacar pasaporte ni visa porque, según su sabiduría, no los necesitaba. En parte tenía razón, en ese entonces no pedían papeles para cruzar alguno de los dos puentes que existían. Se podía ir y venir, entre Matamoros y Brownsville, sin tanto alboroto.

Un día la compañía cerró. Llegó la decadencia del algodón. Los dueños vendieron la algodonera y se convirtió en un terreno más sin ser habitado. Justo antes de que la familia se mudara, nació M. Los abuelos se fueron al hospital y dejaron solos a Y y a sus hermanos. En esa noche, sólo una luz se veía por la ventana, era el velador que se acercaba para ver que estuvieran bien. Después, se mudaron a una casa de madera en una colonia fea.

Los dueños también vendieron las camionetas y los coches que guardaban en las bodegas. Como el abuelo se quedó sin trabajo, abrieron una fonda y la abuela cocinaba. Empezaron a tener problemas y llegó el divorcio (aquí puedes leer sobre eso), el forzado paso a dejar la infancia.

Tanto ha cambiado que nunca he visto un campo de algodón en la zona, ni una algodonera. Ese blanco nunca se ha atravesado en mi vista. Hace poco me preguntaron cómo era Ciudad Victoria, contesté “como las otras ciudades del norte”. Pero Matamoros es aparte, es frontera. El río ya no es caudaloso, pero sigue enrejado. La Sexta, una de las calles principales, estaba toda pintada de blanco. Ahora hay súpers donde antes había campos de algodón.

jueves, 3 de marzo de 2016

Algodón en la frontera. Esplendor

Cuando Y me habla sobre su infancia en la algodonera, no sé exactamente a qué se refiere. Nunca he visto una, si acaso los campos blancos. La algodonera de la que habla ya no existe. Era un terreno muy grande con bodegas, ¿cómo cuántas bodegas? “Muchísimas”. Al centro había una placa de cemento, una banquetota muy alta, donde ponían las pacas de algodón trabajado, listo para mandarlo a los compradores.

Ellos, los niños, necesitaban ayuda para subir la banqueta, ayuda de ellos mismos para elevarse y recargarse en algunos juguetes a manera de tabique. Subir y pisar esa banqueta que parecía sol, tan blanca por tanta luz sobre ella, sin ninguna imperfección en el cemento, prístina. Era tan preciada la banqueta que sólo podían jugar ahí cuando no era ocupada por el verdadero tesoro: el algodón.

Una vez leí sobre el algodón que utiliza Levi’s. Presumía que es orgánico y de comercio justo, los involucrados en el campo no son explotados. Imagino que la situación fue muy diferente en la frontera durante los 50, pero mi familia sobrevivió gracias al algodón. La época algodonera en el Norte fue dorada. Muchos hablan de la riqueza que trajo y el trabajo que nunca faltó, fue un fenómeno que se extendió desde Matamoros hasta Mexicali.

Esta fibra natural llevó a mi familia al Norte, su esplendor y decadencia marcó el camino de mis parientes. L empezó la pizca de algodón, después la siguió su hermana S. Las dos trabajaron en el otro lado, en Texas (aquí puedes leer sobre eso), mientras que su hermano, el abuelo, trabajó en una algodonera en este lado, Matamoros.

Abuelo renunció a su trabajo en PEMEX y a la construcción de carreteras en Tampico para irse a la frontera, rumbo al auge del algodón. Era un mejor y prometedor trabajo. Supongo que, en realidad, se fue porque sus dos hermanas estaban ganando dinero. Él no quiso trabajar en Estados Unidos, pero trabajó para unos gringos en territorio mexicano. Testarudo, hasta antes del Alzheimer, nunca quiso ver esta ironía.



Un campo a punto de ser trabajado en Tamaulipas.

La algodonera estaba en la Curva del Diablo, la bautizaron así porque muchos camiones se volteaban de lo pronunciada que era. Estaba en las afueras de Matamoros (antes de que la absorbiera la ciudad) y sólo había una casa más por ahí, la de los López. El trabajo era por temporada para quienes provenían del sur (incluido el DF, para los fronterizos, el DF es sur). Durante esas temporadas de trabajadores sureños, los niños sólo tenían permiso de espiar desde las ventanas.

Mientras sus hermanas trabajaban en el campo, el abuelo esperaba en la algodonera a que llegaran los camiones cargados. Una vez que el algodón es arrancado de la planta, es echado en la cesta de la espalda; después es transportado a la algodonera para limpiarlo y empaquetarlo. El cargamento se coloca en la desmotadora o gin (como lo llama Y). 

En la algodonera de Matamoros había dos grandes gines. Estas máquinas limpian el algodón, es decir, le quitan la cáscara y cualquier otra basurita o residuo de la planta. Hasta esa pureza de blanco y textura frágil necesita antes de un proceso mecanizado. Después, unos tubos grandes succionan el algodón limpio. Al fin, se estiran las bolitas hasta que queda algo similar a una tela y se hacen las pacas.

La segunda parte del post la puedes leer aquí.

lunes, 29 de febrero de 2016

En busca de Alexander Supertramp II

Into the Wild se convirtió en una doble meta, en un doble camino que marcó mis pasos. Además de vivir tranquila sin tantas cosas, admiré que un periodista plasmara una gran historia de una gran persona común (y real) en un libro. Son precisamente esas historias, de las personas comunes, las que me parecen más reales. Por eso me gusta escuchar las historias que suenan en las calles, como si flotaran entre los edificios, esperando que alguien las cache para plasmarlas en el lenguaje escrito.


No creo en la escritura que se hace desde la soledad, como un acto de egoísmo. Aunque sentarte a escribir es un acto solitario, cuando lo haces, esas voces que escuchaste te acompañan al marcar las letras. Contar una historia que persista, que cuando la gente la lea se pregunte por las personas en la historia y no por el escritor, es la escritura que me parece digna.


Después me pareció curioso encontrar algo de Chris McCandless en aquel chico que me contó sobre Into the Wild. Además de un parecido físico (barba, bigote, cabello medio largo, medio güero no son características precisamente difíciles de encontrar en un hombre), me pareció ver algo de la actitud de Supertramp en R: renunciar al dinero proveniente de una familia medio acomodada, estar bien con las cosas necesarias y dejar que el camino te guíe, aunque el destino sea una playa en el Caribe.

No soy una persona valiente, tampoco soy hábil físicamente. Fui Scout unos años de mi infancia y aprendí que puedo no morir en un campamento a las faldas del Popocatépetl y a hacer nudos. No aprendí a buscar comida en el bosque ni a hacer fogatas. Llegué a la conclusión de que, si quiero irme a Into the Wild, necesito un Supertramp.

Los Troncos, Tamaulipas.

Si encontré unas características en R, no me pareció complicado buscar otros aspectos de Supertramp en otros hombres. En T encontré su bondad y sensibilidad, él también creía que la felicidad sólo es real cuando es compartida, pero no sabía hacer fogatas y su sentido de orientación no era muy bueno, siempre era yo quien nos sacaba de los laberintos en la ciudad y también era yo quien se apalabraba con los choferes cuando teníamos que tomar un taxi en la madrugada.

Después en M encontré que, además de ser sensible, le gustaba ir al Norte, así como sus climas extremos (ya fuera el desierto o el hielo). Para mí sorpresa, él sabía hacer fogatas, pero una vez que vimos una película de zombies, lo abracé y le dije: M, tengo miedo; él me abrazó y me dijo: yo también.

Ahora quisiera encontrar a un hombre que además de ser valiente y sensible, sepa hacer fogatas y pueda vivir en la naturaleza, aunque sólo sea por un breve periodo de tiempo. Tal vez no es el hecho de dejarlo todo, sino de no dar importancia a las cosas, poder vivir con poco. Si de paso, se parece físicamente en algo a Alex Supertramp y no le molesta acompañarme al Norte, no podría pedir más.

Por eso a veces pregunto ¿cuándo nos vamos como el de Into the Wild?, esperando que alguien conteste: ya.

Miquihuana, Tamaulipas.

domingo, 28 de febrero de 2016

En busca de Alexander Supertramp I

Estábamos en mi carro, todavía era la época del Sentra gris del 97, yo de piloto, él de copiloto. Mientras llegaba la hora de entrar al trabajo para mí y el inicio de clases para él, esperábamos en el estacionamiento. Era uno grande, 5 niveles y una azotea, ahí nos gustaba estar, veíamos el cielo y, como no había otros coches, el silencio nos permitía escuchar sólo nuestras voces.


Él tenía el turno matutino en la redacción del periódico, yo el vespertino. Yo iba a clases en la mañana, él en la tarde. Los minutos después de comer representaban nuestro momento para platicar durante el día (todo lo demás, nos pasaba en la noche). Fue durante una de esas precipitadas pláticas, que un día R me preguntó: ¿has visto Into the Wild?

Nunca he sido gran adepta al cine. Me gusta que me cuenten historias y mi predilección son las historias escritas, orales o, si acaso, estáticas (como las fotografías). Disfruto las del cine, pero es más difícil que me sorprendan.

No, no había visto Into the Wild. Como la buena persona que es, R sólo me contó la premisa: un chico que deja todas sus posesiones y familia para vivir en la naturaleza. Por supuesto que me intrigó un poco.

Jaumave, Tamaulipas.

No vi la película hasta años después. R y yo ya no estábamos juntos, aunque nos frecuentábamos de vez en cuando. Ver cómo una persona se despojaba de sus pertenencias y lo que parecía un futuro prometedor en la universidad sin decirle a sus padres causó un gran impacto en mí. Me conmovió.

Sumergida en una vida que podría llamar privilegiada, casi sin conocer la negación a un deseo por un objeto, me sorprendió que una persona pudiera ver lo simple de la naturaleza y sentirse feliz al saberlo. No me deshice de mis cosas ni me fui a vivir al bosque, pero sí me di cuenta que no necesito tantas cosas para vivir y empecé a ver la naturaleza sin esfuerzo.

Miquihuana, Tamaulipas.

En poco tiempo, y después de varias veces de ser vista, se convirtió en mi película favorita y Alexander Supertramp en una especie de héroe, tal vez hasta modelo a seguir. Me ayudó a salir del sueño dogmático (así como Hume sacó a Kant) de este modelo socioeconómico o al menos a no considerar sus laberintos como caminos a la felicidad, ni el deseo de tener más o hacer más como signo de éxito.

Al investigar sobre la historia verdadera, encontré que fue un periodista quien recuperó su historia. Por una pequeña nota sobre Christopher McCandless, Jon Krakauer se preguntó qué llevaría a un joven a ir al Norte, a vivir en Alaska. Empezó a excavar para encontrar la respuesta y compartirla. Después de pedir un favor, conseguí el libro.