Por vivir al norte de la ciudad, toda la vida he pasado por
Tlatelolco. En coche, camión o bicicleta (aquí puedes leer sobre esta experiencia en dos ruedas), atravesaba esta zona sin detenerme.
No lo conocía. ¿Pueden creerlo?
Más allá de la zona arqueológica, la arquitectura o su
historia violenta, mi curiosidad por Tlatelolco creció por unos arcos que veía
a lo lejos y los grafitis que constantemente cambian en la zona. Dos de mis aficiones: arquitectura y arte urbano.
Empecé mi recorrido con el arte urbano. Caminé sobre Reforma Norte para ver mejor los murales. Subí algunas fotos a mi cuenta de Instagram y
varios amigos me inundaron de preguntas (que dónde andaba) y gente que no
conozco, desde España y Estados Unidos, me informaron que los autores
grafiteros son conocidos.
Nombres como Hyuro, Hitnes, Ericail Cane, Smitheone, son
quienes más obras tienen por la zona.
Éste es de Smitheone.
Al fin conocí los dichosos arcos. Es un área restaurada, y
protegida supongo, por el INAH. Se trata del Tecpan. Es magnífico por su
aparente simplicidad. Hay un policía echando ojo, pero es amable, más bien
sacado de onda de que haya visitas.
A un costado de la edificación, hay un mural de Siqueiros
(sí, el mismísimo) llamado “Cuauhtémoc contra el mito”. Te apuntas en el libro
de visitas y puedes ver con toda comodidad la obra, pues no hay mucha gente. También
hay unas cabezas-esculturas a los costados de Luis Arenal.
Lo que no me gustó fueron unas mantas horribles del INAH
donde anuncian que trabajan. Por estos plásticos, el Tecpan no luce en su
esplendor en las fotos.
Continué el recorrido por otra discreta construcción. Esta
vez por el Jardín de Santiago. ¡Qué increíble parque! Tiene unos árboles
gigantes. Ese día, unos grupos hacían algo similar a Tai Chi y otros Box,
actividades opuestas conviviendo en armonía, vigilados por un vagabundo
acostado plácidamente.
Hasta su kiosco es diferente. En realidad no es un kiosco,
se trata de un monóptero hermoso. Todo el parque (construido por Mario Pani)
está inspirado en uno de Aguascalientes.
¡Hasta plátanos encontré!
Salí del parqué. Vi unos cuántos grafitis de inspiración
zapatista y seguí caminando. Llegué a las fuentes. Como era temprano, me tocó
ver cuando prendieron las bombas de agua. Poco a poco, subió el nivel del agua,
como marea en la noche, y los perros que jugaban en las fuentes vacías se
recorrieron a otro lado, con todo y dueños.
La Iglesia de Santiago, con tezontle y talavera, qué
imponentes paredes, por dentro y por fuera. Tiene unos vitrales pequeños, con
un azul cobalto, muy similares a los hechos por Mathias Goeritz en la Parroquia
de San Lorenzo.
Existen pocos adornos adentro de la iglesia. Hace poco leí
que antes había un retablo plateresco, ahora sólo queda un panel, ubicado en el
altar.
No podía dejar de pisar la plaza infame por la masacre del 2
de octubre. Ahora es sólo una plancha, con niños corriendo, en patinetas,
echando burbujas, familias paseando, a pie o en bicicleta. Que difícil debió
ser estar ahí, antes (y también después) en el edificio Chihuahua.
Hay pequeños murales (de arte urbano) sobre el 2 de octubre.
Desde las ruinas, hay una bonita vista de otros edificios
que forman el complejo habitacional hecho por Pani. Por si quieren tomar fotos
a edificios, como yo. También el Centro Cultural Tlatelolco se ve muy bien
desde ahí. Hay una placa que resume lo acontecido en la zona: el nacimiento
doloroso de nuestra cultura. La mexicana.
Así fue el día que por fin conocí Tlatelolco.
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