miércoles, 15 de julio de 2015

Huida de Matamoros

Hija de una pareja divorciada (hasta en eso mi familia ha sido muy moderna, se divorciaron cuando era impensable que una pareja casada se separara), mi mamá creció en Matamoros, un lugar nada prometedor. Era (y es) una ciudad fronteriza cuya única función era (y es) ser un paso hacia el otro lado, hacia Estados Unidos. Nadie se queda en Matamoros.

El papá de mi mamá, cuya actividad profesional era ser errante, la presionó para que siempre fuera a la escuela. Un poco a regañadientes lo hizo, pues ese mismo hombre que la encaminaba, le exigía que se hiciera cargo de la casa: que lavara trastes, cocinara, trapeara y cuidara a sus 3 hermanos pequeños.

“Imagínate si me hubiera quedado en Matamoros”, de vez en cuando me recuerda. Las únicas opciones eran: casarse y tener hijos o estudiar y tal vez irse. 

Fue a la Normal de Maestros de allá, pues era la única opción de estudio para una mujer en una ciudad de la frontera durante la década de los 60 (¿el movimiento estudiantil del 68?, “allá no nos llegaban esas noticias”, me dice). En su último año, alguien de la Dirección Escolar preguntó: “¿quién quiere hacer su servicio en otra ciudad?”. Levantó la mano sin pensarlo dos veces pues representaba su boleto de salida sin regreso.

La mandaron a Pinal de Amoles, un pueblo minero de Querétaro. Ahí empezó su vida laboral como maestra y también inició el camino amoroso al lado de mi papá.

A veces me platica historias de ese lugar misterioso, Pinal de Amoles, y es que hasta el nombre me suena a nostalgia. Una vez lo visité, entre montañas y, oh sí, pinos. Hay niebla la mayor parte del tiempo y cuando hay sol, quema la piel. No me resulta extraño que la gente se enamore ahí.

Me cuenta de cuando tenía que visitar la casa de algunos padres de familia para convencerlos de que mandaran al niño a la escuela y no a trabajar, de la pareja de ancianos que la hospedó, era una pareja sin hijos (no pudieron tenerlos), de la primera vez que vio una ofrenda en el Día de Muertos (“Entré a la casa y pensé: ¿quién se murió?”, me cuenta entre risas porque eso no se acostumbra en el norte) y de cómo era la interacción con los militares que cuidaban el pueblo.

En esas historias de Matamoros, siempre hay dos personas que acompañan a mi mamá: Nancy y Nico. Nancy fue compañera de la Normal y desde entonces son amigas. A Nico lo conocieron después, con un cartón de chelas en el hombro.

Nancy y Nico se casaron y desde entonces están juntos. Alguna vez Nancy Jr., hija de Nancy Sr., nos platicó que Nico puso primero los ojos en mi mamá. De haber sido así, yo no estaría aquí. Nunca hubiera funcionado, a mi mamá no le gusta presionar gente. Nancy sacó a Nico de la bebida. 

Me encanta visitarlos cuando voy a Matamoros (sí, ellos regresaron a la frontera, pues la familia de Nancy vive en el otro lado, Brownsville, y ella tiene la nacionalidad americana por su papá), son risueños y hablan fuerte, como buenos norteños. Nancy se ríe cuando viene al DF y la gente piensa que está enojada sólo porque habla fuerte. Siempre me siento bienvenida en su casa llena de tortillas de harina.

Mamá está ahora con ellos, pues Nico tuvo un problema de salud y ahora necesita terapias de por vida. “Y sólo es un año más grande que yo”, me cuenta un poco afligida. Aún no me platica a detalle cómo está Nico, cómo está Nancy, supongo que lo hará ahora que regrese de aquella ciudad de la cual huyo hace 40 años.
 
Como si no supieras que estás en la frontera. Por gs_laura

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