No sé porque siempre me enamoro de los sureños. Odio el
lugarcomunesco de “los polos opuestos se atraen” (que aquí sería puntos
cardinales), pero en temas del amor, tal
vez ni yo lo puedo evitar.
Además de este sureño, hay otro que no sólo en tiempo pasado
quise, también en tiempo presente y, seguramente, en tiempo futuro. Y es que
apenas me percaté que hay personas a las que siempre vas a querer.
Basta de cursilerías, que no es mi escena.
El sureño importante en mi vida creció en el patio
vacacional de la Ciudad de México. Sí, en ese estado sureño. Además, su familia
defeña vive en Tlalpan, una zona tan aparte y sureña de la ciudad.
Aunque no siempre nos fue tan bien juntos, ahora somos
amigos, ¿cómo no serlo después de que vimos Robotech mientras bebíamos
Chocomilk? Cuando estaba con él, descubrí zonas no turísticas del Centro
Histórico. Tan poco visitadas como vecindades de Plaza Loreto, edificios art
decó en ruinas, escaleras secretas cerca del Franz Mayer y casonas de Santo
Domingo. Y, bueno, también otras cosas aprendí con él.
¿Cómo
no sucumbir a la nostalgia?
Él ahora está en el paraíso caribeño, en una comunidad hippie (me imagino yo), viviendo el sueño. A veces me pregunto: si viviéramos cerca, ¿estaríamos juntos? No lo creo, un sistema socioeconómico nos separa. “Primero tengo que cortar mis tarjetas del banco”, le contesto cuando me dice que lo visite. Aunque sí dejé que me visitara durante mis viajes laborales a Mérida.
Un poco de nostalgia por la ingenuidad perdida y por este
sureño especial.
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